El Bajo

Ese otro mundo del Bajo

A principios del siglo XX, Montevideo era una ciudad en construcción y expansión, pero el Centro y la Ciudad Vieja concentraban aún el grueso de su vida social.
Sin embargo, a medida que se abandonaba la Plaza Independencia, hacia el Barrio Sur o hacia las inmediaciones de Plaza España, se adentraba uno en el Bajo.

Más que un barrio como lo entenderíamos en el presente -ocupaba el margen sur de la Ciudad Vieja, así como parte del Barrio Sur-, hacia el 900 el Bajo era un circuito social, aunque el epicentro era la extinta calle Yerbal, que unía la esquina de Brecha y Reconquista con la calle Ciudadela.

El Bajo estaba compuesto de bares históricos -incluso para entonces-, bailes, callejones, casas de juego y prostíbulos, donde se reunían las más diversas demográficas: desde malevos, obreros, marineros y futbolistas hasta universitarios y políticos, muchos de los cuales buscaban permanecer en el anonimato cubriendo sus rostros. Además, el comercio y consumo de drogas, principalmente cocaína, era moneda común.

Es justamente en ese contexto del Bajo en que aparecen algunas historias que pueden dar cuenta del modo en que las disidencias sexuales vivían en las primeras décadas del siglo XX. Si bien la documentación es fragmentada, las crónicas hablan de “afeminados” que, “vestidos de mujer” tenían sexo con varones, “algunos engañados, otros sin engañarse.” Luego del acto, los varones cis relatan hurtos e incluso altercados a golpes, realidad que sigue persistiendo en el trabajo sexual, muchas veces debido a la negativa del varón a pagar lo acordado.

Es en el medio de un embate conservador de la década de 1930 que ese mundo del Bajo deja de existir como tal. El control policial, si bien no lograría correr por completo a los establecimientos que iban contra la moral impuesta, pudo romper hasta cierto punto el tejido social que ofrecía cohesión a toda esa zona. El Bajo, como tal, no existía más.

Aparece, en ese contexto de desmantelación del Bajo, la contracara del estereotipo del “afeminado” como delincuente. Se trata de una realidad que el embate conservador solo exacerbó: la de la disidencia sexual como víctima del delito y la violencia generalizada.

De entre los muchos casos que no recibían trato mediático, la prensa de 1938 trató la noticia del homicidio de un homosexual que frecuentaba la zona con especial énfasis en la percibida amoralidad del finado. No solo no protegió su identidad, sino que durante varias ediciones se publicaron relatos especulativos sobre su “descenso” a una vida “repugnante”, la portación de enfermedades venéreas y el delito. Sin embargo, los autores resultaron ser una pandilla que se dedicaba a robar a quienes frecuentaban la zona, “desdichados viciosos” para la prensa. Tras intentar escapar del país por el Norte, los recibió una multitud al grito de “¡Asesinos!”

En el Bajo de principios del siglo XX, las disidencias sexuales encontraron un refugio tan precario como necesario, empujadas a ese espacio por una sociedad que les negaba el derecho al ejercicio pleno de sus libertades. La clandestinidad de la zona ofrecía, al menos, la posibilidad de subsistir, aunque fuera en un contexto de violencia. Si bien la narrativa hegemónica intentaba reducir sus vidas a la amoralidad o el delito, en ese circuito nocturno y heterogéneo, se pueden entrever redes de resistencia y comunidad que desafiaron las imposiciones de un orden social cishétero. Más allá de los estigmas y las tragedias que marcaron sus historias, su presencia en el Bajo es un testimonio de lucha frente a una sociedad que se empeñaba en expulsarlas hacia los márgenes.